Un niño miraba el horizonte desde la ventana de su habitación. Los destellos de luz que podía ver indicaban que pronto saldría el sol.
El niño se hundió en sus pensamientos. Hasta hace poco, la naturaleza le resultaba asombrosa, llena de misterios y secretos, pero ya no podía sentir lo mismo. Más bien, seguía admirando la belleza de la naturaleza, pero sabía que el sol, que se extiende por todo el mundo, era una estrella. Sabía que el mundo no era plano sino ovalado. Sabía que el vapor del agua se acumula y acaba convirtiéndose en nubes, lo que provoca la lluvia.
Estaba confundido. Al principio, era un oficinista corriente de 30 años que se preparaba para un nuevo trabajo en un país llamado Corea del Sur ubicado en un planeta llamado Tierra. Consiguió un trabajo que todo el mundo envidiaba, pero tenía que trabajar incansablemente día y noche. Decidió conseguir un nuevo trabajo en el que pudiera tener una cantidad garantizada de tiempo libre. Generaba menos dinero, y aún así, le iba bien.
Todavía no tenía intenciones de casarse, tampoco había problemas con sus finanzas. Lo único que le faltaba era tiempo. Por lo que cuando por fin consiguiera un poco de tiempo, pensaba disfrutar de su vida con un hobby, viajando alrededor del planeta y reuniéndose con sus amigos…
Sus pensamientos se detuvieron un momento cuando la puerta se abrió de repente y entró un anciano delgado. Tenía una barba desordenada y una profunda calva, pero todavía tenía algunos cabellos restantes que parecían haber crecido rápidamente.
“Jovencito, estás despierto. Te he traído agua para que te laves”.
“Gracias, Hans”.
Hans era el mayordomo de la familia. No era sólo un mayordomo, sino también una persona que se encargaba de diversos asuntos administrativos de la finca.
Hans observó aturdido al chico. El chico le miró y sonrió: “¿Es tan extraño que haya dado las gracias?”.
“Oh, no. Volveré cuando el desayuno esté listo”.
Cuando Hans cerró la puerta y salió, el chico hizo una mueca de disgusto. Porque al final, sí fue extraño.
Él mismo era incapaz de reconocerse, pero resulta que Hans era alguien conocido para él. Al verlo, inconscientemente lo menospreciaba, incluso lo consideró como alguien a quien se podía tratar sin cuidado. Pero las palabras que salieron de su boca fueron amables.
El chico pronto abandonó ese tren de pensamientos y se acercó al lavabo para lavarse la cara. Se limpió la cara y el cuello con la toalla blanca que trajeron con la palangana* y luego se dirigió al espejo que había en la esquina de la habitación. El espejo era algo opaco, no del tipo habitual que suele verse en la Tierra, pero su calidad era suficiente para ver su rostro.
Vio a un chico de pelo corto y rubio, de cejas gruesas, ojos puros y nariz recta. Se fijó en sus ojos, dos pozos azules que bien podrían ser joyas de gran valor. Definitivamente su rasgo más atractivo.
Miró al chico en el espejo y habló.
“Albrecht, maldito bastardo sin valor”.
*Recipiente bajo y de boca muy ancha que se emplea para lavar o lavarse.
